viernes, 15 de octubre de 2010

La anciana casa embrujada.


Hoy “capo” la primera hora de clase. Nunca lo había hecho, siempre he sido muy aplicado en el colegio, pero dos amigos míos, López y Román, llevaban mucho tiempo invitándome a hacerlo, y hoy por fin lo haré porque nos vamos, no a una tienda de videojuegos, ni al parque, sino para la anciana casa que queda cerca de mi colegio.

Es una casa muy grande y abandonada, y se dice que está embrujada. Desde la ventana de mi salón se puede ver bien a la vieja casa con cara de abuelita. Con mis amigos siempre hablamos de esa casa, pues muchos misterios la rodean.

-¡Es la abuelita de todas las casas de este barrio!-cuenta López.

-Hay una ventana que uno puede romper todos los días si quiere-dice Román mientras caminamos a la casa vieja- y al otro día está ahí, como nueva, pero vieja, porque está llena de polvo y telarañas; como si no la hubiera roto el día anterior.

-¿Y se han escuchado voces o gritos alguna vez?-Yo pregunto intrigado.

-Yo una vez escuché como si un bebé llorara-contesta López.

Llegamos por fin, y nos detenemos en la entrada. Román, el más atrevido de todos, intenta empujar la puerta, pero está sellada. Lo habíamos previsto, así que trepamos por una de las paredes laterales. Primero trepa Román, a quien vemos desaparecer tras el muro. López y yo escuchamos en silencio, y yo estoy preparado para salir corriendo en cualquier momento, pues ya me estoy arrepintiendo de haber venido.

-Ahhhhhhhhhhhhhhh!- grita Román, y yo pego el brinco más alto que he dado en mi vida, si me viera el profesor de educación física, seguro apruebo la materia.

López y Román ríen descaradamente.

-Tranquilo, Alex, pueden pasar, acá hay un patio, tienen que saltar-dice Román desde el otro lado.

López sube también, y se pierde tras la pared. Luego yo comienzo a trepar, y llego a la parte superior del muro. Román y López se adelantan, y me piden que me apresure. Pero yo escucho un ruido extraño en el segundo piso, en una ventana que tengo precisamente unos metros al lado. Dudo un momento, y luego, en vez de saltar al patio, trepo por el viejo tejado de la casa que cruje bajo mis pies, y entro por la ventana que está a medio abrir.

El lugar es tenebroso en verdad. Todo el piso es de una madera que parece llorar cuando uno la pisa. Hay telarañas por todos lados, la luz entra con dificultad colándose por la ventana que acabo de entrar, y algunos agujeritos en el techo y las paredes. Hay muchas sombras que parecen recorrer todos los lugares, y todo está tan lleno de polvo, que pienso que si mi mamá viera esto regañaría al dueño de este lugar, y luego ella misma se pondría a hacer aseo.

-Buenos días, señoras sombras-digo gentilmente, y continúo mi camino.

Salgo a un pasillo, y allí está una de las cosas de las que me contaron que había acá: un esqueleto de perro completamente armado. Allí, parado, como si estuviera haciendo guardia en los huesos, parece que mira fijamente a una pared, y yo paso por su lado cuidando de no tocarlo, porque se puede desarmar, y yo no sé armar esqueletos.

-Con permiso, señor perro- digo, y continúo mi exploración al cuarto siguiente.

Ahí veo entonces, sobre una mesa llena de polvo, la famosa máquina de escribir que se escribe sola. De hecho nunca había visto una máquina de escribir: mi papá me cuenta que es como un computador, pero solo sirve para escribir, y que con eso hacían antes los trabajos para el colegio.

La curiosa máquina teclea y teclea escribiendo cartas invisibles sobre un tubo negro que da vueltas, y yo me quedo como tonto viéndola escribir sola.

Entonces escucho una voz ronca y extraña a mis espaldas.

-¿Le gusta?

Me doy la vuelta asustado. Es un viejito de ropas que serían muy elegantes si no fuera porque están rotas y muy sucias. El hombre también tiene la piel curtida por la mugre, y barba muy larga.

-Como no sé leer ni escribir, ella escribe por mí lo que quisiera decirle al mundo, pero son cartas que solo el aire leerá, porque no tengo hojas para ponerle-dice el viejo.

En este punto, me arrepiento de no estar en el colegio, no sé si porque el anciano no sabe leer y escribir mientras yo puedo aprender, o por puro y físico miedo, ya que si estuviera estudiando no estaría allí.

Miro sus manos. Son idénticas a la de mis abuelos, que viven en el campo. Son arrugadas, llenas de callos, con los dedos torcidos. Miro sus ojos, que brillan en medio de aquella oscuridad de manera misteriosa, pero que no me asustan.

-¿Usted es un fantasma?-pregunto.

-Morí hace mucho tiempo, supongo-contesta el anciano, y sonríe de manera dulce, y me doy cuenta que no tiene dientes.

Pongo mi maleta en el polvoriento piso, saco un cuaderno, y le arranco una hoja que luego pongo en la máquina de escribir, que sigue tecleando sola. Las letras comienzan a aparecer, y me parece más mágico que escribir en computador:

“Hoy unos niños entraron a la casa vieja, y uno de ellos me habló. La última vez que hablé con un niño, fue la última vez que hablé con mi nieto, que nunca más pude ver...”

-¡Vámonos ya!-escucho gritar en el primer piso a López.

Miro al viejito, quien tiene un pedazo de pan duro en la mano. Parte un pedazo y me lo ofrece, pero yo no me quiero comer eso.

-No es para usted, es para el perro. Cuando valla saliendo, déjeselo ahí. No se lo va a comer si usted lo mira. Vive moviéndose, pero la vergüenza con las personas lo hace congelarse.

Tomo el pedazo de pan, y me despido del anciano.

Al salir, veo que el perro está mirando a una pared distinta. Le dejo en el suelo el pedazo de pan, y bajo al primer piso a encontrarme con mis amigos.

-¿Qué vieron?-pregunto.

-Yo no encontré nada. López encontró la ventana que se vuelve a arreglar cuando se quiebra.

Nos vamos de la anciana casa, en dirección al colegio, mientras les cuento mi encuentro. Diremos que llegamos tarde, y seguiremos clases normales. Me pregunto qué vieron en Sociales mientras yo estaba hablando con el anciano de la casa vieja, y si habrán dejado tarea.

El Diablo Fu.

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